El mismo contenido, en diferente envase

Las hojas arrugadas colmaron el papelero. Miró la hoja blanca, intentó escribir, pero se arrojó en la silla decepcionado. - Yo no soy poeta - dijo.

Caminó por el pasillo y recordó al “bombero loco”. Podría ser el hombre.

El “bombero loco” se caracterizaba por ser atarantado y medio gil, de ahí su apelativo, pero también era conocido por su capacidad de resolver problemas de manera rápida, o por lo menos esa era la fama que tenía.

Se acercó a él por atrás, no estaba solo, ella lo acompañaba. Ella, si hasta las manchas de la cotona le daban un aire animal, un halo erótico difícil de obviar para un ejecutivo calentón como él.

- Buenas noches, señor - dijo el “bombero loco” sin dejar de trapear el piso.

- Oiga, quisiera hablar un momento con usted, por favor.

- Diga no más patrón, en qué le puedo agradar.

- A solas.

Al escuchar esas palabras, la mujer tiró de la aspiradora y se alejó por el pasillo. El ejecutivo la recorrió con la vista desde la espalda hasta las piernas. Miró aquel movedizo culo marcado levemente por su ropa interior y en su febril cabeza desfilaron las más descabelladas ideas de cómo arrancar esa translúcida cotona.

- Ud. dirá patrón -. La voz del “bombero loco” hizo entrar de lleno en el tema. El ejecutivo le explicó con cierto desdén, sin detallar nombres, la necesidad de un poema de amor. Se explayó en la sensualidad que debía tener, lo arrollador del verso y ojalá con cierto tinte o sabor a Shakespeare.

El “bombero loco” lo escuchó sin perder detalle, a pesar de esa atención casi enfermiza su cabeza estaba en blanco. Sólo era apta para temas como el fútbol, el tenis y los chistes de doble sentido, y aún estos los entendía con cierta dificultad.

-¿Entendiste?

- Sí, patroncito, con sabor a Shakespeare, ¿no?

- Sí, sí, esa es la idea. Trata de tenerlo mañana, ¿ya?

La pregunta le quedó rondando en la escasa materia gris.

- ¿Shakespeare? ¿Qué será eso? ¿Y de dónde habrá sacado que soy poeta?

El “bombero loco” ordenó uno de los escritorios, le pasó un trapo de dudosa higiene y sin querer botó un libro.

- “Antología de la poesía española”- leyó casi deletreando. Lo abrió al azar y copió un poema de un tal Lorca:

- “Mis caballitos persas se dormían / en la plaza con luna de tu frente / mientras que yo enlazaba cuatro noches / tu cintura, enemiga de la nieve”.

Cambió los “caballitos persas” por “toros en celos” y el verso “enemiga de la nieve” lo reemplazó por “kaatuuungaaa”, palabra sin sentido, pero que para él resumía, te quiero, te necesito, bueno ya no esperemos más, démosle. Quedó orgulloso así de los cambios, porque si le resultaba la toreada al jefe el aumento de sueldo era seguro.

Aún así notó que le faltaba algo, su mente no logró determinarlo, pero a lo mejor era la carencia de eso que el jefe llamaba Shakespeare.

- Le falta la mano del maestro Lucho- concluyó.

El Lucho a duras penas captó la idea, un poema de toros o un poema de amor para un tal Lorca. Se quedó con la hoja garabateada recriminándose el ser tan malo para el pool. Pero por lo menos se evitó pagar las tres mesas perdidas ante el bombero loco.

El Lucho fue directo a casa, abrió un libro de octavo básico de su hijo y le agregó un fragmento de un tal Whitman, creyó así que podría conciliar el verso de los toros con el matiz campestre del poeta. Después de escribir tuvo que tomar aire debido al esfuerzo realizado y al salir descubrió a su vecino y su depresión. El pobre vecino aún estaba enamorado de su esposa a pesar de la indiferencia de ella. El Lucho no pudo evitar darle un buen consejo matrimonial.

- Unas buenas patadas no más y la deja suavecita.

Los consejos del Lucho no lograron germinar en ese corazón de mantequilla, pero viendo que su vecino poseía esa veta de sufriente, le encargó el inconcluso poema. Total era lo más parecido a un poeta en ese momento.

La mujer del vecino entró sin disculpa y él corrió a servirle una buena comida. Ella se fue a dormir y el vecino se quedó con la luna, con las estrellas y con una gran pena atragantada en el corazón. Escribió de manera febril, con pasión, escribió ese poema como si fuera dirigido a su mujer, recordó su feliz amor adolescente, se explayo en la carne y se explayó también en el espíritu. Escribió como en sus mejores tiempos, como cuando le regalaba poemas a su mujer, su Rosa. Esa Rosa que ahora se había convertido en dolorosa espina. Escribió para ese desafortunado hombre sin aptitudes para la poesía. Por lo menos alguien en este cruel mundo disfrutaría de un amor lleno de pasiones.

El poema llegó finalmente a las manos del ejecutivo, él la arrinconó en su oficina, leyó el poema con pasión desbocada, le dijo que la amaba, ella se defendió. Le dijo que era casada, pero después del primer beso entregó su cotona. De su conciencia se esfumó aquel esposo que ayer la esperó con una buena comida, de aquel que le escribía poemas. Rosa se consoló que bien valía la pena ser poseída por un hombre con tal pasión en el corazón.

 

Alfonso Quiroz Hernández

 

 

 

 

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