Hasta que la jueza los separe

Cayó en cámara lenta. El abuelo trastabilló estrambótico y senil en medio de los invitados. La hija emitió un grito mudo, su esposa apretó el corazón tanto o más que el canapé de mostaza, los nietos congelaron la boca exhibiendo sus frenillos y los invitados plasmaron la típica mueca de chupar limón. El impacto fue demoledor, el abuelo se desmembró en ochenta pedazos irregulares regados desde el living a la cocina. Los asistentes se miraron. El silencio no era fruto de una demostración de respeto, tampoco debido a la impresión de ver a una persona en esas condiciones, simplemente obedecía a que nadie quería asumir como propia la tarea de recoger los restos.

La esposa lloraba desconsolada, junto al reguero de mostaza protegía en su pecho tres dedos aún intactos, el que uno conservara la argolla matrimonial aportó a la escena mayor dramatismo. Los invitados manifestaron la cortesía exigida para estos casos y disimuladamente se fueron cuidando de no aplastar los restos.

La hija cogió la pala y mientras barría experimentó la desilusión de ver arruinada la celebración de sus cuarenta años. Junto a cada montoncito recordó los buenos momentos del padre y poco a poco la desilusión desapareció. Se limpió la nariz, la sonó como una trompeta y adecuando sus anteojos más por un tic que por necesitar un acomodo, clasificó los pedazos dentro de varias cajas de zapatos. Le bastaron veinte cajas negras para completar a su progenitor.

Una vez armado, el abuelo agradeció la paciencia de sus parientes. Fue un trabajo arduo, salvo por la ausencia de uno que otro fragmento el resultado fue casi óptimo. Y es realmente un casi, porque debido a lo rápido de la reconstrucción, la escasez de cola fría se tuvo que suplir por scotch y unos cuantos corchetes.

Sin embargo, para la familia esto no era un problema. Todo padre en algún momento debe ser reconstruido por sus hijos, sea porque la imagen se derrumbó o simplemente porque los tiempos exigen una nueva imagen más real y menos heroica.

Con más años a cuestas, sumado al agotamiento de la paciencia familiar, la continua fragilidad del anciano determinó una acción drástica. Fueron llevados a un hogar donde estuvieran al cuidado de expertos en rompecabezas. Aunque la señora aún no sufría de ningún quiebre de consideración, salvo los emocionales, no tuvo más remedio que acompañar a su marido. Como siempre, en todos estos casos, un hogar de ancianos se camufla por club de bridge, club de ajedrez, club de tango y otras tantas actividades como explicaciones den los hijos de turno. La hija les dijo que era un club de rompecabezas mientras corría a la puerta junto a su marido, quien ya no aguantaba la risa de verse libre de sus octogenarios suegros.

Pero los dramas de aquella familia recién comenzaban. Contraponiéndose a la natural desintegración de los ancianos, quedaba aún el problema de los hijos. Ellos poseían la edad necesaria para desarrollar sus propias vidas, pero el reiterado apego a los padres, les impedía un normal progreso social. Probaron diversos métodos con desastrosos resultados y una mañana, aconsejados por un vecino, descubrieron que el apego de sus hijos era soluble a una combinación de vinagre y sal yodada en proporción de tres a uno, esto agregándole alcohol desnaturalizado al noventa y seis por ciento. Así, en menos de tres días, los padres lograron librarse del acoso enfermizo de sus hijos.

Todos los días, desde el asilo, los ancianos llamaban con la secreta esperanza de volver a casa. Pero la hija, una vez libre de ellos y su progenie, desarrolló una natural indiferencia expresada sin miramientos al cambiar el número telefónico.

Estos sucesos sacaron a la luz las desavenencias y profundizaron la lejanía e incompatibilidad de aquel matrimonio. Liberados de la molesta carga de los hijos y del continuo quiebre de los ancianos, afloró la relación tal cual era. Desorientados por esta situación, probaron mantenerse unidos con neoprén, pero los efectos colaterales como jaquecas y vómitos los llevaron a usar un adhesivo menos dañino como el engrudo. Apoyando la medida, un sacerdote amigo les facilitó una cadena de quince kilos para amarrarse y poder continuar con su enfermizo apego conyugal. Afortunadamente la cadena les dio un mayor placer, la utilizaron como instigador de los instintos sexuales reprimidos otorgándole una connotación sadomasoquista, imagen perfecta de lo que era su matrimonio, una relación amor-odio necesitada de soportes externos para sobrevivir. Tanto fue el abuso de la cadena que se desgastaron los eslabones y cuando por fin la cadena se rompió, descubrieron el engrudo, único elemento que los mantenía unido. Corchetearon entonces sus sentimientos, se clavaron junto a las ideas y a tal punto se unieron que muchos de sus movimientos comenzaron a ser patéticos y poco prácticos. Así ingresaron al selecto grupo de ejemplos sociales a seguir. Ella tiraba hacia arriba las comisuras de los labios con clips encajados en los ojos, de esta forma lograba una sonrisa perfecta y perenne que relucía con distinguido glamour en los cócteles. Él en cambio escondía su infelicidad bajo la constante opinión de la economía nacional y uno que otro chiste de Internet.

La relación funcionó perfecta en todo, menos entre ellos. Intentaron revivirla incorporando el problema quebradizo de sus padres, pero los abuelos eran felices siendo reconstruidos por extraños. Pensaron entonces en los hijos, pero la solución de vinagre y sal yodada en proporción de tres a uno, más alcohol desnaturalizado al noventa y seis por ciento fue utilizada por ellos en contra de sus padres y el desapego fue definitivo.

La relación se tornó insostenible y ambos, bajo mutuo consentimiento, decidieron separarse. En vano fueron los reclamos del dueño de la cadena, de hecho el sacerdote amigo dejó de ser amigo y los demandó por destrucción de material matrimonial. Se vieron obligados a contratar un abogado tanto para la demanda, como para el proceso de separación. Con los corchetes y los clavos no hubo problema, cayeron de manera natural, pero lamentablemente, en términos legales, no se pudo quitar el engrudo. Situación de gran satisfacción para el sacerdote ex amigo, ya que no ganó el juicio por el reembolso de la cadena.

Como la unión se mantenía, tomaron medidas drásticas. Dividiéndolos con una motosierra, la jueza civil separó en partes desiguales la amalgama de egoísmos en que se transformaron. La cónyuge se quedó con el bolsillo trasero de él, donde estaba la billetera, la ironía y el desdén machista. El cónyuge, en cambio, tuvo que conformarse con lo que había en la sobria cartera de color rojo furioso de ella: las cuentas impagas, dos pañuelos, una toallita con alas, un rollito de papel higiénico, un espejo, una brújula usada y los clips de sonrisa. 

 

Alfonso Quiroz Hernández

 

 

 

 

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