Hombre nuevo, hombre viejo

Desorden. Esa es la palabra que mejor grafica mi mente, y si me pidieran ser más expresivo, puedo definir mi cabeza como una protuberancia desprovista de virtudes con un historial de acciones inconclusas capaz de llenar toda una existencia.

Sí, así es mi cabeza. Un verdadero caos mental y físico extensivo a cuanto plano presenta la vida. Sin exagerar, la mantuve sobre mis hombros como quien lleva un sombrero, como si fuera una carga o un simple adorno. Lo más complicado era precisamente ella, por ser mi cabeza y la única parte del cuerpo que debía pensar, se me hacía imposible un arreglo. Fueron años y años de transportarla de aquí y allá, de soportarla sin entender que ella era el problema, hasta que un día de otoño avizoré una solución muy poco ortodoxa. Ocurrió hacia el final de mi caminata diaria, al atar mi zapato frente una sombrerería observé mi figura en el vidrio y capté por primera vez en toda su magnitud el reflejo de esa masa sobre mis hombros. En ese pequeño lapso analicé mi existencia desde todos los ángulos imaginables y sin hacer mucho esfuerzo, en realidad no me dio para más, la definí como una existencia gris y carente de grandes pretensiones.

Entristecido, descubrí que mi cabeza bloqueó todos los sueños anhelados como son formar una familia y gozar del éxito y la riqueza. Treinta años llevándola conmigo y jamás se me cruzó por la mente reparar en su nula sincronía al resto de mis partes. Como mi cabello indómito, donde diariamente eran vanos los intentos de dar con el peinado adecuado, diez años lidié junto a mi peineta, lacas y acondicionadores, todo para terminar dejándolo crecer y paliar la impresión de mis rasgos. Bajo esa masa capilar ocultaba mi nariz desproporcionada, las orejas de ratón y mis ojos algo desorbitados y ojerosos. Y si es por reclamar la lista sería más larga, ya que mi pensamiento errático y el tartamudeo eran fruto de su crónica inactividad.

Es por eso que mi vida cambió aquella tarde de otoño. Abandonada en aquel escaparate y a través del reflejo del cristal descubrí una cabeza que no tenía precio, estaba magullada, los cabellos brillaban por su ausencia, se hallaba algo chueca y debido al uso, con una dentadura para el olvido, pero sin poder explicar el motivo me convencí que esa era la cabeza correcta. Sólo la tomé, como no tenía precio mi cabeza treintona determinó reclamarla como posesión, salí con ella por la puerta y los de la sombrerería ni siquiera la extrañaron.

La cambié bajo un puente.

Lo primero que hicimos fue mirar el firmamento. Se preguntarán que tiene de especial una noche otoñal, les diré que tanto a mí como a ella nos agradó el ambiente acogedor que logran en comunión la brisa fresca, el crujido de las hojas, los sonidos lejanos de grillos, y todo eso que se puede sintetizar como el prodigio mágico que nos lleva a la reflexión y los sueños de vida. Bajo aquel puente observé también las estrellas y para mi pesar las asimilé al concepto del éxito en mi vida: lejanas e inalcanzables brillando eternamente para otros.

Esa noche, en ese ambiente, mi cabeza las sintió cercanas, mías. La cabeza nueva las vio alcanzables. Una nueva vida se avizoró en sus pensamientos y me aseguró la inexistencia de imposibles en la vida.

No tardó mucho tiempo en acostumbrarse a lo extraño de cohabitar. Esto de escribir y de pensar en historias era algo no explorado para ella, pero lo bueno a su favor fue la cantidad de material en su interior, muchas historias, muchas personas, lugares y sobre todo muchos amores. Al contrario de mi cabeza treintona (abandonada por mí bajo ese puente, debo reconocerlo), mi nueva cabeza alineó las ideas, las expuso de manera correcta y mi capacidad de narrar adquirió un nuevo matiz, más centrado en los sentimientos y la reflexión.

Descubrí sus cualidades de pro actividad. A los tres días de llevarla pidió otro brazo, según ella debía poseer un brazo con talento para dibujar las imágenes que mi torpeza no podía concretar, y así, en un basural clandestino encontré una extremidad que incluso ostentaba reloj. Esto la alegró mucho, pues mi cabeza antigua nunca le dio importancia al tiempo por venir. Mi brazo nuevo congenió desde el primer momento con mi cabeza nueva, sin ninguna dificultad esbozó las imágenes y desarrollé así una fascinante carrera pictórica. El éxito nos sonreía, brillábamos como las estrellas que antes veía lejanas, mi vida cambió y dejé de ser el pusilánime acobardado de los treinta años.

Sin embargo, a mi brazo nuevo le molestaba la inactividad del resto del cuerpo, se empuñaba en lo alto para exigir cambios más efectivos, era un brazo revolucionario y no aceptaba mis vacilaciones, es que su reloj se había detenido en ese basural y con vehemencia ansiaba recobrar lo que el olvido le había arrebatado. Buscaba revolución, aunque no fueran sus tiempos. Mi cabeza nueva se plegó a la insurrección y también exigió de mi parte un nuevo corazón, el que tenía se encontraba levemente trizado por un amor no correspondido y esa herida, según mi cabeza, acobardaba mis ansias de cambios totales.

Conseguir un nuevo corazón no fue empresa fácil, mi brazo lo quería seguro y aguerrido y mi cabeza lo necesitaba puro y dócil. Decidí recorrer la ciudad en busca de un nuevo amor, montado en un monociclo y realizando toda clase de piruetas para distraer la atención de mi huidiza belleza craneal, me lancé en loca carrera por la avenida recitando los poemas más exuberantes y, alentado por mi brazo empuñado, la cabeza nueva dio con la mujer correcta y en un acto poético desaté una desconocida brava pasión. Amé con locura a esa desprevenida mujer y nació un nuevo corazón, más fuerte y más atractivo que el anterior.

Pero no todo fue miel sobre hojuelas, los celos de mi nuevo brazo eran evidentes. El talento innato hacia las artes fue avasallador, sin embargo los elogios eran capturados por el brazo derecho, a él lo saludaban en los cócteles recibiendo el afecto, los aplausos, las medallas y los honores. Incluso el celo enfermizo se extendió hacia mi persona, no soportaba que yo fuera el todo y él tan sólo un apéndice. Quizá para evitar conflictos cedí en su petición de otro brazo, uno que, según él, fuera realmente derecho.

Una mañana apuntó en dirección al basural, y sin negarme le consentí, era un brazo más corto aunque más grueso y musculoso. En ese instante presentí lo fatal. Esa tarde las piernas me traicionaron, y cuando digo que me traicionaron es porque realmente me traicionaron, después de estar tres días desmayado recobré la conciencia bajo un puente. Estaba solo y al interior de mi antigua cabeza treintona que ya bordeaba los cuarenta, no tenía nada más, hasta mi corazón se fue con ellos.

Hoy en día me he resignado a la situación. Por lo menos tuvieron el decoro de colocarme levemente inclinado en cuarenta y cinco grados, una buena posición para ver las estrellas, mi gran consuelo. Lo reconozco, si no fuera por las hormigas y uno que otro perro, mi visión de la vida sería perfecta.

 

Alfonso Quiroz Hernández

 

 

 

 

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