La llave precisa

Dijo que era una historia larga. Las señoras lo miraron atentas, la que tejía dejó de tejer, la que tiraba miguitas dejó de tirarlas y las demás acomodaron su excesiva humanidad restregándola contra los bancos.

- Yo me llamo Miguel. Mi padre también se llama Miguel. Mi abuelo y mi bisabuelo también se llamaban Miguel.

El joven aseveró una historia larga, pero no habló más. La que tejía contó los puntos y confesó su admiración por llevar un nombre como ese, realmente lo dijo más por rellenar el silencio que por sentirlo así. La señora de las migas también hizo notar lo mismo, repitió de manera idéntica cada una de las palabras y agregó además en tono docto:

- Es bíblico.

A ella le cargaban los nombres de origen hebreo, en realidad lo dijo para que prosiguiera con el relato. Sin embargo, Miguel se quedó en silencio como si hubiera contado una gran historia.

Después de algunas miradas nerviosas las señoras comenzaron a hablar de otras cosas. La ropa descolorida y el carrito rojo con tapa blanca declinaron el interés inicial, es más, para ellas la presencia del muchacho dio paso a una incomodidad expresada en abierta indiferencia. Miguel se levantó. Estar en cuclillas tan inmóvil y callado le produjo ese cosquilleo característico, se le estaba durmiendo la pierna. Y antes que también se le durmiera el cerebro pensó en la casi imposible empresa de dar con una cerradura que le hiciera a la llave. Con esta imagen antojadiza resumió la especial comunicación generada por todo ser humano. Acomodó la tapa blanca del carrito y ordenó las botellas del interior.

- ¿A cuánto vende las bebidas, mi hijito?

- A doscientos, mamita.

Miguel se alejó cojeando, la pierna se le había dormido. Las señoras empinaron el codo, se miraron, menearon la cabeza y se rieron. Les costó a cada una doscientos pesos zafarse de ese muchacho.

Miguel se marchó extrañado, había narrado una larga historia. Cuatro generaciones de Migueles abarcando desde Temuco a Santiago. Claro que no podía resumir cuatro vidas en unos cuantos minutos, ¿quién puede hacerlo?. Por eso sólo los resumió con sus nombres. Hay cerraduras que no se pueden abrir.

- ¡Llegaron las bebidas muchachos, llegaron a doscientos pesos!

El dedo se levantó junto con el bastón. Pidió un refresco, no pidió una bebida como todo el mundo. Pidió un refresco. Miguel pensó que los ancianos poseían cierta sabiduría intrínseca por pedir refrescos. Esto conlleva un valor agregado, un refresco es también un respiro, es conversación, es un alto en el camino. Eso es lo atractivo de vender bebidas, no son botellas, son refrescos.

- ¿Ese peinado es la moda hoy en día, mi hijito?

La anciana acompañó la pregunta con un abarcar de la vista alrededor de los pelos que Miguel ostentaba sobre su frente.

- Es una larga, muy larga historia, mamita.

Miguel se acomodó, agarró una de sus trenzas y colocándola nuevamente en su lugar, dijo:

- Yo me llamo Miguel. Mi padre también se llama Miguel. Mi abuelo y mi bisabuelo también se llamaban Miguel.

La espera adquirió un desconcierto que dio paso a la incomodidad.

- ¿Son cuatrocientos?

Miguel tomó el dinero con una sonrisa, se agachó para sentirse más cómodo y guardó la plata en el bolsillo de su camisón. Aunque algunos sólo posean una llave siempre intentarán usarla para abrir la puerta, eso es lo que pensaba Miguel.

Los ancianos se miraron. Lo miraron. Se volvieron a mirar y la señora, acomodándose el peinado, dijo con cierto nerviosismo:

- Su familia ha mantenido una bonita tradición, hoy en día los padres ya no les ponen sus nombres a los hijos. Eso ya no se estila, no está de moda.

El caballero reflexionó:

- Son muchos años de Migueles, ¿no?

Miguel sonrió, le gustaban los silencios. La espera al responder condimenta la conversación, le da otro tiempo. Un tiempo para mirar, respirar o simplemente disfrutar del ambiente. Calculó las frases, lo que diría al comentario del abuelo, lo que el abuelo respondería y así, imaginó cada comentario hasta expresar lo último que diría a esa pareja, total, las conversaciones no siempre deben seguir un curso regular. También pueden tener saltos aleatorios. Pensó un instante y dijo:

- Sí. Cuando tenga un hijo le pondré Miguel, así podré sentir los años que siente mi padre.

Miguel se fue, la señora llevó el dedo índice a la sien y lo giró, el abuelo le sonrió exclamando un ¡a yayay, por Dios!

- ¡Llegaron las bebidas muchachos, llegaron a doscientos pesos!

La chica de pelo rojo con verde escarbó en el monedero de cuero. Llamó a una botella dietética. Había pasado por el costado del camino cuando Miguel contaba la historia y le produjo una sana curiosidad el sentido de la narración.

- ¿Te llamas Miguel?

- Es una larga historia. Yo me llamo Miguel. Mi padre también se llama Miguel. Mi abuelo y mi bisabuelo también se llamaban Miguel.

El silencio duró tanto como la mini botella de la chica de pelo rojo con verde. Ella le quedó mirando y dijo:

- ¿Es una broma?

- No.

- La historia es tan corta como un estornudo y amenazaste con una historia larga. Se supone que las historias largas son largas porque, porque, ¡porque son largas!, ¿no?.

Miguel se sentó al lado de la chica y dijo:

- Con todo respeto, también se supone que el pelo se usa de un solo color y los aros se colocan en las orejas.

- Tienes razón.

La chica se rió y volvió a reír mientras decía.

- Te iba a comentar lo raro de tu postura. ¿Un cigarro?

Miguel calculó las frases nuevamente, agregó a la ecuación verbal la actitud de la muchacha, el color del pelo lo utilizó como una incógnita y luego imaginó las respuestas que vendrían tanto de ella como de él. Finalmente, decidió contestar la última pregunta, no dicha aún por la muchacha, con una petición que aparecería recién en el tercer día de conocidos.

- No quiero un cigarro, quisiera un beso.

La chica paró de reír. Quedó mirando con preocupación la seriedad de Miguel, pero por una extraña razón cogió esa cabeza trenzada y le respondió con un beso tan largo como jugoso, rozó la comisura del labio con el aro de la lengua y luego volvió tiernamente a su sitio la cabeza de Miguel.

Miguel se acordó de las cerraduras, hay llaves que sólo tienen una cerradura posible. Mirando sus botellas, dijo:

- Te pedí un beso y lo que me diste fue un verdadero refresco. Si, señor. Un verdadero refresco.

La respuesta de Miguel le causó un enjambre de sensaciones en el corazón, algo que no sentía desde su primera vez. Algo inexplicable. Y qué si no le conocía, ¿acaso alguien puede decir que ha terminado de conocer a algún ser humano? Si se conoce a la familia, o si sólo se conoce los últimos años de una persona, o tan sólo un nombre repetido en cuatro generaciones, ¿acaso importa?

La chica cogió uno de los refrescos que miraba Miguel, lo tomó del carrito de tapa blanca con firmeza, lo llevó a la boca de Miguel deslizándolo desde la comisura hasta la lengua y, sin limpiar su borde, introdujo sensualmente la botella en su propia boca. Miguel cogió la botella, la tiró hacia atrás y lengua en ristre arremetió contra ese labial de negro marrón.

La chica se echó sobre el pasto y luego de besar, conversar, reír y pensar en complicidad, ambos llegaron a la conclusión que no sería mala idea agregar unos cuantos Miguelitos más a esa historia.

 

Alfonso Quiroz Hernández

 

 

 

 

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