Los cadáveres jaraneros de Buenaventura

Me bastó una mirada para comprender que los años nunca pasan en vano. Actualmente Buenaventura es como una vieja foto de cajón: edificios deslavados y un viento nortino esmerado en ajar todo recuerdo humano.

La única estructura con la majestuosidad de antaño es, curiosamente, el cementerio. Y digo curiosamente porque Buenaventura nació y se desarrolló a los pies de este campo santo. Toda la vida que manaba de la caleta provenía de sus muertos. En vez de plaza, ahí se erguía majestuoso el cerro con sus cruces como perlas. Buenaventura, el único pueblo chileno donde los cadáveres cobran vida y caminan por la calle principal en busca del “bar del pobre negro”.

Esto suena extraño, es extraño y reconozco que éramos extraños, pero cada pueblo tiene sus historias, sus desventuras y sus tradiciones. Y nuestra mayor tradición comenzaba en el día llamado del “encierro”. Todos los años un terremoto azotaba sin piedad el ya inestable cerro, el remezón provocaba un alud donde tumbas, cruces y nichos se precipitaban a la calle principal terminando su rodar frente al “bar del pobre negro”. Lo que seguía a esa madrugada era una fiesta. El pueblo en plenitud se abocaba a reconocer parientes y, entre broma y broma, se pagaban las apuestas respectivas por los muertos que llegaban más lejos. Eso era el día del “encierro”, un momento fraternal donde se cogían los brazos y piernas desperdigadas colocándolos en cajones nuevos, se vestían los cadáveres desnudos y se cambiaba las tirillas de los más viejos.

Una verdadera fiesta popular que el tiempo hizo tradición. En un principio fue velorio masivo y el cura don Cipriano esmeró en darle un sentido religioso, con rezo del rosario y todo eso. Pero un día alguien llevó una petaca para el frío y luego de unos años el velorio degeneró en curadera popular. Aún así, jamás perdió el sentido de ser un buen día para recordar a los seres queridos y reflexionar sobre la vida, la muerte y el más allá.

Año tras año aquel terremoto logró consolidar el día del encierro como fiesta tradicional e incluso, en su mejor época, los pueblos aledaños se plegaron a estas festividades.

Todo funcionó igual, todo. Hasta que el Chumingo, mi mejor amigo y compañero de correrías, decidió celebrar sus diez años. En su retorcida mente preadolescente maquinó cambiar el destino de los muertos integrándolos a su celebración.

Segundos después del terremoto y a la luz de las estrellas, comenzamos a recolectar los trozos de don Anselmo y de doña Zoila. Ellos, como se dice por aquí, murieron suicidados por un amor imposible. Don Anselmo ostentaba cerca de cuarenta y cinco años cuando se pegó un tiro en pleno ojo izquierdo. La razón de tan brusca decisión fue el anuncio de compromiso de su amada doña Zoila, quien con sus quince primaveras, ya sus padres tenían el acuerdo inter-familiar con un tal Ruperto de la capital provincial. Al saber la noticia de la muerte, doña Zoila cayó en un estado de melancolía que el doctor, quien también era el peluquero del pueblo, catalogó de agónico. Ella no comía, no dormía y lloraba tanto como respiraba. Fue tal su tristeza que se lanzó al mar desde lo alto de los roqueríos en un fallido intento de suicidio, ya que al tirarse, su vestido de largas polleras se infló con el roce del viento y descendió como un gran paracaídas.

Una vez en la orilla y con las olas mojándole los pies, sin querer pescó un resfriado que el peluquero, es decir, el médico don Eulalio, catalogó de fulminante y exótico. Don Eulalio era dado a poner nombres a los estados de sus pacientes y éste sí fue muy exótico, ya que doña Zoila, estando al borde de la muerte, en vez de pronunciar como últimas palabras el nombre de su amado, tan sólo emitió un corto y jugoso estornudo.

Como buen pueblo chico hubo cierta condescendencia cristiana después de las dos muertes. El cura don Cipriano recomendó al peluquero y también médico don Eulalio, que escribiera en el registro de defunción una causal de muerte distinta a la de suicidio. Única forma legal en aquellos tiempos de enterrarlos en el cementerio católicamente y como Dios manda. Esto permitió a don Eulalio sentirse a sus anchas y como buen doctor, peluquero y sobre todo esteta, maquilló la verdad escribiendo que don Anselmo murió, en vez del escopetazo, de un derrame de gran calibre en el ojo izquierdo y a doña Zoila la inscribió para la posteridad como la primera mujer en morir de un estornudo convulso - viruloso - marino.

Así, esa noche con el Chumingo decidimos recrear lo que ellos jamás osaron realizar en sus vidas; unimos prolijamente cada pedazo y los depositamos en un gran ataúd. Los colocamos de una manera muy impía y poco decorosa, es más, para realzar aquella escena el Chumingo buscó el cadáver de un niñito y lo introdujo en la panza de doña Zoila.

Grande fue nuestra sorpresa al otro día, don Cipriano el cura, corría por las calles del pueblo gritando -¡Sacrilegio, sacrilegio!-. Subido en el balcón del “bar del pobre negro”, rasgó la sotana a jirones y exclamó que lo realizado en aquel ataúd no tenía nombre, que la cólera divina azotaría a todo Buenaventura hasta quitar la abominación de entre nosotros.

Fue tan grave la situación a los ojos semi-infantiles, que al Chumingo y a mí, nos entró el remordimiento y cuando estábamos listos para confesar nuestra falta, nos enteramos, que en una reacción de auténtica e ingenua fe popular, don Cipriano casó públicamente a ambos muertos y bautizó al niño borrando la afrenta de ser un par de cadáveres libertinos y pecaminosos. Pésimos ejemplos para futuros cadáveres como nosotros.

¡Ah, qué cadáveres de aquellos tiempos! A propósito, busqué a don Anselmo y doña Zoila, pero encontré solamente a don Anselmo y nada menos que rodeado de cinco cadáveres de niños. Incluso con los muertos, ¿quién dijo que el amor es para siempre?.

Esto me consuela, quiere decir que el Chumingo aún está vivo, razón suficiente para abandonar Buenaventura lo más pronto posible, no pienso darle el gusto de morirme antes que él.

 

Alfonso Quiroz Hernández

 

 

 

 

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